No sé hacia dónde voy ni de dónde vengo. Solo sé que voy, que después de un paso viene otro y que, así, sin saber el camino, voy hacia adelante.
O quizás he perdido el norte y estoy volviendo a recorrer lo ya andado. Puede que esté caminando en círculos y aún no lo sepa, por muchas veces que me haya topado ya con el mismo árbol y con la misma piedra.
Esa piedra. Que alguien la aleje del camino antes de que vuelva a tropezar. Lo haría yo, pero me tiemblan las piernas cada vez que me acerco.
Iba a algún sitio, ¿pero a dónde?
Me he perdido.
En este camino faltan señales luminosas que alumbren la dirección a olvidarte. O a encontrarme. Tanto me da porque, al fin y al cabo, ambas direcciones desembocan en el mismo río.
Un río, eso es. Estoy buscando un río.
Recuerdo que quería flotar a la deriva como un barco de papel mojado y arrugado, como yo. Quería llegar al mar.
El mar, sí. Lo recuerdo.
Pero necesito un radar, un radar que avise con señales acústicas cuando vaya a llegar la tormenta. Pero que avise tres meses antes, para ir preparándome.
Pero no hay radar.
Ni señales acústicas.
Ni carteles luminosos.
Ni nadie que aparte la piedra del camino.